Los PFAS —perfluoroalquilados y polifluoroalquilados— tienen un nombre que parece salido de un laboratorio secreto.
Y, en parte, lo es. Desde mediados del siglo pasado se utilizan en productos tan cotidianos como sartenes antiadherentes, envases de comida rápida, espumas contra incendios o ropa impermeable.
Se trata de más de 4,000 sustancias químicas permanentes. Cuando entran a los campos de cultivo como fertilizantes, se filtran y contaminan la tierra, el agua y el aire.
La promesa era simple: repeler el agua, la grasa y la suciedad. Lo que nadie dijo al principio es que también se pegarían a nosotros… para siempre.
El apodo de “químicos eternos” no es exageración literaria. Los PFAS no se degradan fácilmente en el medio ambiente ni en el cuerpo humano. Se acumulan.
Estudios han encontrado restos en el agua potable, en peces, en la sangre de la población general. Y una vez dentro, su salida es lenta, casi simbólica.
La ciencia los ha vinculado con una lista nada amable: cánceres como el de riñón y testículo, alteraciones en la tiroides, problemas de fertilidad, bajo peso al nacer, e incluso reducción en la eficacia de las vacunas.
Lo inquietante es que la exposición no distingue mucho entre clases sociales o geografías. Aunque sí, las comunidades cercanas a fábricas y bases militares suelen llevarse la peor parte.
La buena noticia es que la comunidad medioambiental no se está quedando con las manos cruzadas.
Un grupo de trabajo de 16 gremios que incluyen el sector agrícola; de productos básicos; del cuidado de la salud y de la conservación ambiental, pidió al gobierno federal que aborde la contaminación en las granjas producida por las PFAS, a fin proteger el suministro de alimentos y mantener las granjas en funcionamiento, de acuerdo con la National Wildlife Federation.
Estas son las principales recomendaciones del grupo de trabajo sobre las PFAS:
Proporcionar apoyo financiero y de salud y crear un programa de ayuda para los agricultores afectados por las PFAS; proteger a los agricultores de las demandas; prevenir la contaminación en el futuro; establecer un límite de PFAS para los biosólidos y ayudar a los agricultores a encontrar otros fertilizantes; financiar la investigación así como mejorar la coordinación designando un coordinador de PFAS en el Departamento de Agricultura.
Pero qué podemos hacer desde casa. No hay una receta mágica, pero sí pasos concretos para reducir la exposición: priorizar utensilios de acero inoxidable, hierro fundido o cerámica en lugar de antiadherentes de teflón tradicional; evitar calentar comida en empaques graso resistentes (como bolsas de palomitas) y preferir recipientes de vidrio o loza; en cosméticos, desconfiar de términos como “resistente al agua” o “duradero” si no especifican claramente qué sustancias utiliza y apoyar marcas que ya anuncian productos libres de PFAS.
Reducir la dependencia de los PFAS significa asumir pequeñas incomodidades a cambio de una salud menos hipotecada. Al final, lo “eterno” debería ser el bienestar, no los químicos en nuestra sangre.